Más allá de lo que se ve encuentra este inquieto colaborador en Alaska, como escenario para el encuentro entre Putin y Trump
El pasado viernes 15 de agosto, los presidentes Vladimir Putin (Rusia) y Donald Trump (Estados Unidos) se reunieron en el estado de Alaska para conversar sobre diversos temas de interés común, entre ellos la situación en Ucrania. La elección de este lugar no es casualidad y abre una pregunta inevitable: ¿por qué Alaska?
Más allá de la anécdota, Alaska representa un territorio cargado de historia y simbolismo. Es el punto más cercano entre Estados Unidos y Rusia, separados apenas por el estrecho de Bering, donde solo unas decenas de kilómetros de mar dividen a las dos potencias. No debe olvidarse que esta vasta región fue parte del Imperio Ruso durante 83 años, desde 1784 hasta 1867, cuando fue vendida a Estados Unidos por 7.2 millones de dólares. La misma tierra que alguna vez formó parte del dominio ruso hoy sirve de escenario para un acercamiento entre Moscú y Washington.
La reunión en Alaska envía, por tanto, un mensaje político claro: Estados Unidos y Rusia pueden sentarse a dialogar cara a cara, sin necesidad de intermediarios europeos ni del uso del espacio aéreo de la Unión Europea. Elegir este territorio fronterizo no solo responde a la geografía, sino que simboliza la capacidad —y la voluntad— de ambas naciones de retomar el contacto directo, en un momento en que la guerra de Ucrania ha reconfigurado el tablero global.
Más allá de lo que se ve
Este gesto, sin embargo, también interpela a Europa. No es un secreto que los primeros intentos de Trump de proponer una salida negociada al conflicto fueron recibidos con fuertes críticas por parte de los líderes europeos. Zelenski, en aquel momento, se apresuró a salir de la Casa Blanca para reunirse con el primer ministro británico y con Emmanuel Macron, reforzando así la línea dura de dependencia política hacia Occidente. El mensaje fue claro: Europa no estaba dispuesta a aceptar un diálogo que excluyera su influencia.
De ahí que surja una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿por qué Europa no quiere la paz? Tal vez porque el conflicto, más que un problema humanitario, se ha convertido en un eje estratégico. Mantener a Rusia bajo presión asegura cohesión en la OTAN, justifica inversiones militares y limita la posibilidad de que Washington y Moscú negocien en sus propios términos. Para algunos actores europeos, el costo de la guerra parece preferible al riesgo de una paz que los deje fuera de la mesa de decisiones.
En conclusión, elegir Alaska como punto de encuentro no es un simple capricho logístico, sino una jugada cargada de significados históricos, geográficos y políticos. Allí, en la frontera simbólica entre dos potencias que alguna vez compartieron soberanía sobre el mismo territorio, se envía un recordatorio al mundo: la paz o la guerra en Ucrania dependerán, en gran medida, de lo que Estados Unidos y Rusia decidan entre sí, incluso si Europa no está de acuerdo.

